El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX (16)

El genocidio judío.

Cuando el Vaticano firmó el Concordato con Hitler en 1933, éste ya había dado a conocer claramente su intención de perseguir a los judíos. Según ya vimos, Hitler mismo interpretó ese concordato como un respaldo moral del Vaticano a su guerra contra el judaísmo y el comunismo. Vinculó, como lo había hecho primeramente el Vaticano, al judaísmo con el comunismo y el liberalismo, y decidió deshacerse de los judíos. En este respecto, como lo veremos luego, el papa Pío XI y el papa Pío XII no sólo se lavaron las manos abiertamente del genocidio nazi perpetrado contra los judíos, sino que echaron la culpa a los judíos mismos por la suerte que corrían. Pío XII compartía con Hitler la convicción de que los judíos estaban complotados con el comunismo y las democracias socialistas.

1. Antecedentes históricos.

La animosidad de Hitler contra los judíos, sin embargo, tiene raíces más antiguas que se remontan al mundo romano pagano y cristiano, y se acrecientan durante todo el período posterior de dominio romano-papal. El genocidio papal medieval de los judíos, y el genocidio moderno de Hitler de los judíos, a la verdad, pasan por la misma vena. Así lo entendieron los políticos de los diversos países, a medida que se enteraban de las monstruosidades que Hitler llevaba a cabo en todos los lugares que invadía. Todos vinculaban su genocidio con los genocidios medievales. El hecho de que Hitler sumó a todo ese trasfondo imperial y medieval heredado, algún concepto nuevo basado en la teoría de la evolución, no disminuye el hecho de que su inspiración principal contra los judíos provino de la actitud romana contra el judaísmo, y en especial del papado romano.

a. De la Roma pagana. Como bien lo destaca el museo del Holocausto en Washington, el odio racial contra los judíos y su religión proviene de muy antiguo. Los paganos romanos los acusaban de supersticiosos, especialmente por ciertas prácticas peculiares que tenían como la circuncisión y el sábado. También levantaban contra ellos falso testimonio como, por ejemplo, el de pretender que adoraban a “su dios cerdo” y se cortaban el prepucio para no ser expulsados de su pueblo y poder observar el sábado (Persius: 34-62 DC; Petronius: 66 DC). Otros presumían que no tomaban parte en los deberes de la vida cada séptimo día, para pasarlo en borracheras (Marcial: 46-119 DC; Juvenal: 125 DC).

El aliento de la mujer sabatista cuando ayunaba lo ponía Marcial entre los olores más apestantes. Demócrito escribió en el S. I DC, una obra sobre los judíos en donde afirmaba que adoraban una cabeza necia de oro, y que cada séptimo año capturaban a un extranjero y lo sacrificaban, partiendo su carne en pequeños pedazos. Pompeios Trogus hizo una historia distorsionada de los judíos diciendo que sus antecesores eran leprosos, y que Moisés consagró el sábado en memoria del día en que habría terminado de ayunar por siete días en el desierto de Arabia.

El emperador Vespasiano (69-79 DC) introdujo el fiscus judaicus, un impuesto equivalente al que los judíos habían tenido para el templo de Jerusalén, pero que ahora debía servir para mantener el templo de Jupiter Capitolinus. Domiciano (81-96 DC) y Adriano (117-138) intensificaron ese impuesto discriminatorio que no requerían a otros extranjeros. A esto se suman los abundantes epítetos que usaban contra ellos como “nación” o “raza maldita” (From Sabbath to Sunday, 172-177).

b) De los apologistas y padres de la iglesia. Siendo que los cristianos eran a menudo confundidos con los judíos, especialmente por guardar el sábado, para el segundo siglo cristiano comienzan a percibirse intentos cristianos de diferenciación para congraciarse con el imperio. En lugar de comer sus mejores comidas como los judíos en sus sábados, comenzaron a ayunar en ese día. Con el tiempo, el ayuno del sábado pasaría a ser interpretado por los cristianos como un rito de maldición contra el día que veneraban los que mataron al Hijo de Dios. En lugar de festejar el “día del Señor” en el día maldito de ayuno, se los vio festejando el día del dios sol pagano (domingo), en honor al Sol de Justicia, en referencia a Cristo.

En síntesis, podemos decir que la actitud de los cristianos hacia los judíos a partir del segundo siglo hasta el sexto, fue en general negativa. Siguieron inculpando a los judíos de esos siglos por lo que los judíos del primer siglo habían hecho con el Hijo de Dios. La fuente de inspiración para condenarlos no fue tanto el Nuevo Testamento, sino las declaraciones de los profetas contra el antiguo pueblo de Israel en el Antiguo Testamento.

Así, Bernabé y Justino consideraron que los judíos fueron rechazados por Dios luego de haber adorado el becerro de oro, pretendiendo probar con ello que su condenación viene de muy atrás. Mientras que la condenación cayó, según el Nuevo Testamento, sobre ciertas facciones del judaísmo, los apologistas consideraron que cayó sobre la raza judía como tal. En lugar de llorar sobre Jerusalén por rechazar la salvación, los “padres de la iglesia” consideraron justo el castigo, y declararon que el sábado y la circuncisión (esto último en relación con la ley ceremonial), fueron una marca de infamia que Dios les impuso para aflijirlos por su maldad (From Sabbath to Sunday, 181-182, 224-225).

Algunos padres de la iglesia tuvieron declaraciones categóricas de condenación y a veces insultantes contra los judíos. Orígenes (248 DC), por ejemplo, creyó que los judíos nunca serían restaurados a su condición anterior por conspirar contra el Salvador de la raza humana. Juan Crisóstomo declaró que “la sinagoga es un prostíbulo, un lugar de escondite para bestias impuras... Nunca ningún judío oró a Dios... Están poseídos por demonios” (HP, 24-25).

En el Primer Concilio de Nicea (325), el emperador Constantino ordenó que la pascua judía no debía competir con la pascua cristiana. “Es impropio que en los festivales más santos debamos seguir las costumbres de los judíos; por consiguiente, no tengamos nada que ver con ese pueblo odioso”, fueron sus palabras. Con esto se ve ya una identificación de los cristianos más grande hacia Roma que hacia los judíos, de donde provinieron. A esto siguieron varias medidas imperiales como una prohibición para construir o adquirir nuevas sinagogas, impuestos adicionales, y la ilegalidad de matrimonios entre judíos y cristianos.

En reinos posteriores resurgió la persecución contra ellos. Los ataques contra los judíos se volvieron rutinarios durante el S. V, en especial durante la semana santa, fecha que conmemoraba la ocasión en que los judíos entregaron a muerte al Señor. Se los excluía de los oficios públicos y se quemaban sus sinagogas (HP, 25).

c) De los papas durante la Edad Media. Durante siglos los papas persiguieron a los judíos, aunque ocasionalmente llamaron a cierto control. Pero nunca condenaron su persecución ni tampoco exhortaron a un cambio de corazón. Esto se debía a que creían que los judíos debían sufrir su castigo por rechazar a Cristo, hasta el fin del mundo. El papa Inocencio III, quien llevó a la cima el imperialismo papal, consideró al comenzar el S. XIII, que la petición judía de que la sangre del Hijo de Dios cayese sobre sus cabezas y la de sus hijos, les hacía llevar la culpa heredada sobre la nación entera. El Cuarto Concilio Laterano que el mismo Inocencio III dirigió en 1215, exigió que los judíos llevasen gorros especiales para marcarlos.

Hagamos la acotación aquí que el hecho de que Dios permitiese que los judíos fuesen perseguidos por el endurecimiento de su corazón que se perpetuaba en los hijos, no autorizaba a los cristianos a odiarlos, ni a quitarles el verdadero espíritu cristiano que todo prójimo se merece, según los evangelios. El Nuevo Testamento no justifica a nadie que quiera dañarlos. Simplemente revela la triste realidad de haber perdido el círculo protector y de misericordia con el que Dios envuelve a su pueblo. Por otro lado, un paralelismo entre el verdadero remanente de la descendencia de la mujer, símbolo de la Iglesia pura y verdadera (Apoc 12), con la persecución de los judíos, muestra que en muchos respectos los judíos padecieron juntos y bajo los mismos poderes romanos opresores en boga.

Nos ocuparía demasiado espacio el análisis de las purgas antijudías que los inquisidores de la Iglesia romana llevaron a cabo durante la mayor parte del segundo milenio cristiano. Sencillamente los sometían a todo tipo de torturas que aplicaron también a los protestantes y todo grupo religioso no católico, antes de matarlos. Será suficiente, para nuestro propósito, mencionar algunas de las calumnias que levantaron contra ellos y que, en varios respectos, resucitarían bajo diversas formas para justificar el genocidio nazi. También se haría resucitar en el S. XX varios de los métodos medievales más horripilantes para exterminarlos.

- Calumnias anti-judaicas. Los inquisidores acusaron a los judíos de sacrificar niños en la pascua, algo que pareció ser un eco de las antiguas acusaciones romano-paganas. También de causar la peste negra (bubónica) sobre las poblaciones católicas, mediante ritos mágicos, lo que empujó a los católicos a destruir comunidades judías enteras. Los acusaron de ser chupadores de sangre, de robar hostias consagradas, el pan de la comunión que había llegado a ser “el cuerpo y la sangre” de Cristo en la misa, con el propósito de efectuar ritos abominables y asesinos.

Debido a la habilidad de los judíos para los negocios, los acusaron también de “usureros” y vividores a expensas de las deudas de los cristianos. Este tipo de acusación, insinuado de nuevo por los papas aún al comienzo de la persecución de Hitler contra ellos, iba a encender el fuego del más grande genocidio de la historia efectuado contra ellos al concluir el segundo milenio cristiano. Con acusaciones semejantes les negaban a menudo igualdad social durante la Edad Media, les prohibían poseer tierras, los excluían de los oficios públicos y de la mayor parte del comercio. Pocas alternativas les quedaban para prestar dinero bajo un contexto tal.

Las cruzadas papales lanzadas para rescatar los santos sepulcros de los musulmanes en el S. XIII, incluyó como objetivo adicional también a los judíos, a quienes fueron atormentando en el camino hacia la tierra santa, así como en Palestina. Por doquiera se llevaron a cabo conversiones forzadas, en especial de niños y jóvenes judíos. Los franciscanos creyeron que los príncipes tenían derecho a bautizar niños judíos como una extensión de su señorío sobre sus esclavos, considerados como tales por decreto divino. El papa Pablo IV instituyó en el S. XVI el ghetto y la obligación de vestir una insignia amarilla para ellos, sentando un antecedente que iba a ser imitado después por Hitler antes de exterminarlos.

Durante la última parte de la Edad Media, especialmente en España y Latinoamérica, se les dio plazos para irse. Debían elegir entre marcharse, abandonando todos sus bienes, o ser exterminados. Para justificar tales medidas, los prelados papales los acusaron de complotarse primero con los musulmanes en el sur de España, luego con los protestantes más al norte, y aún con los piratas holandeses e ingleses en el nuevo continente. Pretendieron que los judíos que buscaban refugio en las “Indias” (latinoamérica), instigaban a la población a sublevarse contra España. Finalmente denunciaron una presunta participación judía internacional de unirse a Holanda en una conspiración para adueñarse de las colonias hispanoamericanas. Todo esto justificaba su expulsión y exterminación final, en el caso de rehusar el destierro.

Este último aspecto es importante mantener en mente, porque los mismos pasos para expulsar los judíos y finalmente exterminarlos, con acusaciones semejantes de complotarse con el comunismo y el socialismo ateo para destruir la civilización cristiana, iban a darse en todos los lugares donde el nazismo y el fascismo, conjuntamente con la Iglesia Católica, pusiesen su pie en el S. XX. Mussolini, por ejemplo, luego de pactar con Hitler, dio en octubre de 1938 un ultimatum de seis meses a los judíos extranjeros para irse de Italia (HP, 203). Hitler hizo lo mismo con ellos en Alemania, pero optó por la “Solución Final” de exterminarlos en todos los países que había invadido a partir de 1940.

d) Atenuación y liberación protestante. Con el advenimiento de la reforma en el S. XVI, hubo una reducción de juicios contra los presuntos ritos mágicos que practicaban los judíos en contra de los cristianos, debido en parte a la convicción de que esos ritos eran practicados más bien por los brujos. Fuera del círculo de Roma—en la protestante Holanda, en Inglaterra y los EE.UU.—los judíos terminaron encontrando libertad. Ya en el S. XVII transformaron a Amsterdan en el “primer centro del comercio mundial”. Allí crearon también el primer gran banco comercial de la historia en 1609, el Banco de Amsterdan (Jubileo y Globalización, 112).

e) De Roma durante el S. XIX. La persecución católico-romana contra los judíos no se detuvo en Roma ni aún en el S. XIX. El papa Pío Nono los liberó en un primer momento del ghetto medieval, pero lo reestableció poco después cuando regresó del palacio de Gaeta a donde había huído, a pesar de haber sido rescatado gracias a un préstamo judío. Hasta que no se estableció la nación-estado de Italia, ese ghetto judío de Roma no terminó. Un “area de ghetto” continuó de judíos pobres, sin embargo, hasta la segunda guerra mundial.

Durante el reino del papa León XIII—cuando Pacelli, el futuro papa Pío XII que firmó el concordato con Hitler y ejerció su mandato durante toda la segunda guerra mundial, era un muchacho—el ataque a los judíos volvió a arder y estallar en ocasiones en Roma. La antipatía mayor que sentían contra ellos y de la que participaba también Signore Marchi, el maestro de Pacelli, era por la “obstinación” de los judíos. Pacelli mismo nació en una calle tradicional en la cual por muchos siglos, los papas llevaban a cabo una ceremonia antijudía mientras iban a la basílica de San Juan Laterano, en la que condenaban el endurecimiento del corazón de los judíos (HP, 27).

En 1958 Pío Nono raptó a Edgardo Mortara, un niño judío de seis años, y nunca lo devolvió a sus padres, con el pretexto de haber sido bautizado in extremis por una niña sirvienta. Gustaba jugar con él escondiéndolo bajo su sotana para preguntar luego: “¿Dónde está el niño?” El mundo se sintió ultrajado por el escándalo. Se escribieron no menos de veinte editoriales en el New York Times. El emperador Franco José de Austria y Napoleón II de Francia rogaron al papa devolver el niño a sus padres legítimos. Pero todo fue en vano. Cuando los padres legítimos reclamaban a Edgardo, el papa les decía que no se los devolvería a menos que se convirtiesen al catolicismo romano. La obstinación de los padres judíos era un justificativo para que el papa no se los devolviese. La culpa de su sufrimiento estaba en ellos por no convertirse a la revelación cristiana, tal como la entendía el papado romano. Cuando Edgardo se hizo grande, el papa lo internó en un monasterio y eventualmente lo ordenó como sacerdote.

El endurecimiento judío y su ceguera se resaltaban también en la liturgia del Misal Romano del Viernes Santo, cuando el que la celebraba oraba por los “pérfidos judíos” y pedía que “nuestro Dios y Señor quite el velo de sus corazones, y puedan también conocer a nuestro Señor Jesucristo”. Tanto el que oficiaba como el pueblo se negaban a arrodillarse durante esa oración, en desprecio a los judíos. Ese ritual fue abolido por el papa Juan XXIII en la segunda parte del S. XX.

Todo este pensamiento antijudío era el que predominaba durante el S. XIX en todo el ámbito católico romano, en los seminarios teológicos y en los círculos intelectuales de las universidades católicas. Durante el reinado de León XIII volvieron a aparecer, por ejemplo, las viejas difamaciones de sangre contra los judíos. En una serie de artículos publicados entre Febrero de 1881 y Diciembre de 1882 en la revista Civiltá Cattolica, insistieron los prelados romanos otra vez en la falsa acusación del sacrificio pascual de niños cristianos por judíos, cuya sangre era efectiva sólo cuando los sacrificaban bajo tormento.

Nuevamente en 1890, cuando Hitler era aún niño, Civiltá Cattolica inició una serie de artículos que fue publicada en 1891 en un panfleto titulado Della questione ebraica in Europa. En esos escritos acusaron a los judíos de haber instigado la Revolución Francesa para obtener igualdad cívica y posiciones claves en la mayoría de las economías de estado, con el propósito de controlar esos estados y establecer sus “campañas virulentas contra el cristianismo”. Ellos eran los causantes del liberalismo democrático que había traído tanto mal a la Iglesia romana y a la sociedad en general. Los judíos eran “la raza que produce náuseas”, “un pueblo ocioso que ni trabaja ni produce nada, que vive del sudor de los demás”. El panfleto terminaba llamando a abolir la “igualdad civil” y a la segregación de los judíos del resto de la población.

Otro caso notable fue el que incrementó el antagonismo especial creado entre el gobierno francés y el clero romano durante León XIII, por favorecer estos últimos un sistema monarcal. Para esa época, Dreyfus, un oficial judío del ejército, fue condenado a trabajos forzados por presuntamente vender secretos nacionales. Los obispos estaban dispuestos a creer esa calumnia por sus prejuicios antisocialistas y publicaron toda suerte de calumnias contra los judíos.

En este contexto, un clérigo católico, Abbé Cros, declaró que Dreyfus debía ser “pisoteado día y noche... y rompérsele la nariz”. La revista jesuítica mensual, Civilta Cattolica, volvió a la carga contra los judíos, diciendo que “los judíos fueron creados por Dios para actuar como traidores dondequiera estuviesen”. Francia debía lamentar, continuaba el artículo, el Acto de 1791 por el que otorgaba la nacionalidad a los judíos, ya que en Alemania estaban juntando fondos para poder apelar a favor de Dreyfus. El 20 de junio de 1899 Dreyfus fue exonerado, y el clero católico volvió a ser atacado en base a ese hecho por los socialistas (HP, 45).

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